Cambio cultural y crisis de identidad
Identidad Cultural
A simple
vista, puede percibirse el carácter universalizador del concepto "identidad cultural". Supone, por una
parte, una función cuantitativa - respecto
del número y variedad de individuos a los que unifica- y, por otra,
una función disciplinaria -respecto del rol de las instituciones para producir y
conservar discursos de identidad con
las reglas de acceso a ellos y las posiciones relacionadas
con el hacer y el representar de los individuos en las sociedades.
La forma,
tal vez, más evidente en que se muestra la identificación de los
individuos con una cultura es en la aceptación de los valores éticos y morales que actúan
como soportes y referentes para preservar el orden de la sociedad. Su aceptación y cumplimiento hacen
más soportable las tareas que los individuos deben cumplir y, a la vez que
conserva a los individuos en el grupo, limita la acción del indiferente y el peligro de
los disidentes. En este sentido, se dice que los valores expresan la tensión entre el
deseo (del individuo) y lo realizable (en lo social). Tal
tensión es productiva mientras los individuos puedan representarse su propia
existencia y darse una imagen estable y duradera de sí
mismos, lo que es posible con una memoria atenta que reactualice e
integre de manera permanente los acontecimientos fundantes de su propia
identidad y los proyecte como orientación hacia acciones futuras responsables y
creativas.
Esta
tensión es inmanente a todo imaginario social, ya que las tradiciones heredadas
del pasado y las iniciativas de cambio del presente se expresan en
ellos.
La estructura simbólica de la memoria social se encuentra
representada en las ideologías. Estas son las que difunden los
acontecimientos constitutivos de la identidad de las comunidades, de lo que se
desprende su carácter preservante, legitimante e integrador.
"La
función de la ideología -dice Paul Ricoeur- es la de
servir como posta a la memoria colectiva con el fin de que el valor inaugural de los
acontecimientos fundadores se convierta en objeto de la creencia de todo el
grupo"
La
ideología tiene como contracara la utopía cuya naturaleza cuestionadora denuncia el
carácter distorsionador y encubridor de las ideologías triunfantes. "Es la
expresión de todas las potencialidades de un grupo que se encuentra reprimido
por un orden existente; es un ejercicio de la imaginación para pensar
de otra manera la manera de ser del ser social".
No es
casual que se las interprete, muy livianamente por cierto, como
generadoras de desorden, de sin-sentido y de pérdida de credibilidad
en lo fundacional.
El resultado es
un ataque deliberado a la diversidad, el silenciamiento de los discursos
diferentes con la enunciación ideológica de conceptos pseudouniversales para
legitimarse como autoridad, domesticando el recuerdo, creando
estereotipos si faltaran y justificando el accionar de la autoridad como
garantía de permanencia y continuidad de los valores. Ante la eventualidad
de la pérdida del sentido del actuar, la eficacia de la retórica de la ideología
es abrumadora porque, como dice Ricoeur, si una sociedad no puede
mantenerse sin normas, tampoco puede hacerlo sin un discurso público persuasivo que codifique toda
realidad.
Aun siendo
tan diferente el accionar de una y otra, lo cierto es que la ideología y la
utopía se complementan porque parten del mismo suelo referencial de la identidad
cultural, realidad dinámica y no dogmática, por cierto.
Pero
cuando una sociedad se enfrenta ante el desorden, la ineficacia e
incomunicabilidad de los valores y la falta de horizonte al carecer de objetivos comunes, se hacen evidentes los
síntomas de una crisis de identidad que se manifiesta
en todas las instituciones de la cultura: las familiares, las laborales,
las políticas, la estatal, las educativas, las
religiosas, etc.
Así, hoy
nos enfrentamos diariamente al pesimismo, al escepticismo de todas las
generaciones que conviven en la actualidad y a la incomunicación existente
entre ellas. Falta el discurso vinculante, falta el criterio unificador con que
interpretar la realidad, pero, por sobre todas las cosas, falta la voluntad
social, comunitaria de hacerlo. Cualquier individuo es prescindible y, lo que
es peor aun, como consecuencia de ello, no se sabe a qué grupo se pertenece.
Lo que
pudo haber sido utopía para otros, hoy, sencillamente, resulta insoportable. Si
la promesa de un tiempo de ocio era entendida como
el derecho ganado por la dedicación laboral al progreso de la sociedad
en beneficio de las generaciones venideras, hoy se ha convertido en
tiempo de desocupación con las consecuencias que se enfrentan a diario: olas
delictivas, inseguridad física, angustia ante un futuro y un
presente inciertos.
Asistimos
a un momento sintomático para pensar las razones de la crisis y para pensar una
solución. Es importante, entonces, presentar los supuestos filosóficos de la
actualidad y vincularlos con otras transformaciones culturales, al menos
cercanas temporalmente, para poder comprender si el concepto de
identidad cultural tiene vigencia o si, definitivamente, se ha tornado también
él prescindible.
Supuestos para pensar la identidad en tiempos posmodernos
Se
presentan a continuación algunos de los supuestos básicos del pensamiento posmoderno que, en rasgos
generales, comparten los pensadores representativos de este período:
- Rechazo
ontológico de una subjetividad exclusivamente racional y transindividual a
favor de un movimiento de autotrascendencia del sujeto.
- Fin de
las grandes narraciones y legitimaciones.
-
Autonomía y especificidad de los discursos.
- Pérdida
de la ilusión y de la necesidad de reconciliación.
-
Transformación de los espacios públicos comunes en espacios de tránsito y no de
permanencia.
-
Consagración del instante.
Esta
caracterización muestra una clara oposición al proyecto moderno de cultura (y, con él,
un cuestionamiento a la noción de identidad cultural). Lo cierto es que esto
resulta de múltiples transformaciones culturales vividas por Occidente desde
mitad del siglo XX. Es momento, entonces, de presentarlas a fin de vislumbrar
algunas respuestas posibles.
Transformaciones sociales, movimientos culturales: condiciones de toda
creación sociocultural
Pertenecer
a un grupo es una de las características de la identidad cultural. En ellos, lo
simbólico de las relaciones atraviesa los capilares de la subjetividad hasta
conformar la identidad básica de toda cultura: la identidad yo-sujeto que
inicia la vinculación del sí mismo con el otro y que, a través de distintas
transformaciones, va perfilando esa unidad bipartita con trazos que irán variando según sean los
movimientos sociales que se realicen.
Agnes
Heller analiza estas transformaciones sociales a partir de la posguerra, lo que
permite comprender cómo se fueron dando distintas identidades culturales que
son antecedentes y referentes de nuestra actualidad. Las llama: la generación
existencialista, la alienada y la posmoderna.
Estas
generaciones no compartieron el mismo discurso, sino que, por el contrario, son
y fueron generadoras de nuevos significados imaginarios para las formas de
vida, es decir, han generado divisiones culturales capaces de perfilar nuevas
identidades a partir de la erosión de la cultura de clases.
Respecto
de la generación existencialista, dice Agnes Heller, ésta alcanzó su punto
álgido en 1950. Surgió enmarcada por las circunstancias de la guerra como una sublevación de la
subjetividad contra la vida burguesa, sus normas y ceremonias. Su empeño era el
liberarse en lo personal, pero por vía política. La generación alienada tuvo como
marco el boom económico de la ideología de la abundancia que combinaba con el
compromiso con el colectivismo social que generó múltiples movimientos, ya
políticos y económicos, ya corrientes artísticas y conductas sexuales.
Aun así,
desde el enfrentamiento contra la cultura positivista de los existencialistas
hasta la generación alienada, en las sociedades opulentas existía el convencimiento
de la necesidad de los valores comunitarios a pesar de las crisis históricas.
Se podía volver a empezar si se vislumbraba un horizonte por construir. Se
trataba de cuestionar valores inoperantes, pero no se cuestionaba la necesidad
de los valores.
La
actualidad, que dentro de esta caracterización responde a la generación
posmoderna, sería el resultado de la desilusión de la percepción del mundo de la generación
anterior. Su lectura del mundo se sintetiza en el
lema "todo vale para todos", y esto, según la autora antes
mencionada, es "la rebelión contra la fosilización de las culturas
de clase y contra el predominio
etnocéntrico de la única cultura correcta y auténtica, es decir, la herencia cultural occidental".
Encontramos,
hoy, una sociedad en la que las palabras que son esenciales para pensar la
problemática de los valores y de la identidad han perdido el sentido, a
saber, justicia, gloria, virtud, razón, responsabilidad. Vivimos, entonces, en un período
sin referentes para la acción moral.
¿Cómo
pensar la identidad sin referentes históricos y sin la posibilidad de encontrar
en las tradiciones el lugar desde donde proyectarse? ¿Cómo hacerlo si la
voluntad parece aletargada cuando no lastimada?
Muchos son
los factores que han provocado esta situación, entre ellos, el surgimiento de
una sociedad de masas cuya psicología es la de la incomunicación
"-que no es aislamiento ni soledad-, la de su adaptabilidad, la de su
excitabilidad y carencias de normas, la de su capacidad de consumo, unida a su incapacidad de juzgar o,
incluso, distinguir, y, sobre todo, ese egocentrismo y esa fatídica alienación
ante el mundo"
Otro
factor es la influencia de los medios masivos de comunicación con su carácter narcotizante,
generador de un neoanalfabetismo hiperinformatizado a la vez que acrítico y
desapasionado, a lo que se suma la pérdida de claridad de las funciones sociales de los individuos ante
la reestructuración de las relaciones laborales. Todos ellos son emblemas de la
instrumentalidad de la razón.
Sin rol
específico que identifique la pertenencia a algún grupo social, sin pasión más
que para ciertos eventos deportivos y con todas las
posibilidades tecnológicas de comunicación a su alcance, el sujeto de hoy no
puede sentirse expresado en un discurso omniabarcativo a pesar de la
transculturalidad de todo lo recién mencionado. Puede identificarse por lo que
consume: noticias, vestimenta, diversión.
Pero los
elementos de consumo no están elaborados para permanecer, sino para ser
agotados. Y, así, la elaboración de la angustia ante la falta de un discurso de
permanencia se posterga ante nuevas posibilidades de consumo.
Cuando se
vuelve sobre esta realidad, el hermeneuta se encuentra con que falta el
discurso fundante capaz de abarcar el abanico de diferencias propio de todo
imaginario social. Falta el deseo de compromiso porque es imposible reconocer a
qué grupo se pertenece, en consecuencia, las instituciones pierden credibilidad
y la efectividad de las normas se torna cuestionable, cuando no nula e
inconcebible.
Hay más
bien una conciencia de estar en tránsito, sin materiales tabú que puedan interferir en
las decisiones particulares, antes que una conciencia reconciliadora, guardiana
del orden y la permanencia de las tradiciones.
Si
la lógica de la identidad suponía una
subjetividad constitutiva de significado, ya no se puede seguir pensándola así.
La identidad, hoy, refiere más bien a una autotrascendencia personal y autónoma
que a un supuesto de reconocimiento sustancial de reconciliación política y
cultural.
Si de lo
que se trata es de vivir al día, ya sea por cuestiones de falta de estabilidad
laboral o por falta de solidez en los vínculos afectivos o de proyectos personales, el sujeto es
incapaz de reconocerse como actor de su propia vida en donde lo imprevisible -
que debería ser sólo un contribuyente al propio destino- se convierte en el
acontecimiento por excelencia.
Sólo
cuando el sujeto sea capaz de reconocer la unidad del relato que es su propia
vida, podrá hablarse de una identidad cultural o identidad ética. Sólo
un sujeto con estima de sí puede decidir sobre lo que es conveniente o
beneficioso entre la cantidad y variedad de ofertas que se le presentan al
estar expuesto continuamente y sin otro referente que no sea su sí mismo.
La estima
de sí supone un juicio moral de situación y, por lo tanto, un carácter
mediador. Esta se complementa con el respeto de sí como constitutivo básico
de cualquier identidad "porque cuando en situaciones concretas la norma no
puede ser una guía para la praxis, la estima de sí no sólo es una
fuente, sino también un recurso para el respeto de sí, y es de esta relación
entre situación ética (estima de sí) y norma moral
(respeto de sí) que surge toda sabiduría práctica del juicio moral en
situación"
En
consecuencia, sólo cuando se vislumbra un horizonte donde la prudencia hace de
cable a tierra puede pensarse en una
obligación moral que evite la mala acción y el desinterés; por ello, no es
difícil comprobar el bajo y hasta nulo nivel de autoestima de los individuos en cualquier
sociedad en crisis, pero especialmente en la nuestra.
La tarea
del hermeneuta es, entonces, repensar los supuestos que permitan recuperar la
posibilidad de la autoestima y de la estima en la relación con el otro, de
vislumbrar un horizonte de sentido que vaya más allá de la pantalla de televisión y de recrear los espacios en
los que la discusión, el debate público sean posibles. Sin
estos requisitos elementales, superar la crisis parece imposible, y el discurso
de la identidad sería mesiánico y no humano.
De lo que
se trata, cuando se habla de identidad cultural, es de aceptar al otro como
parte necesaria para un sí mismo y para toda la comunidad que conforme el imaginario.
Mantenerse
en la indiferencia es sólo posible para un pensamiento que no le interesa el
obrar. Desde esta actitud errante, se privilegia lo
fragmentario y la falsa autonomía, condiciones sobre las cuales es muy fácil
encontrar testimonio en la actualidad.
La acción
humana requiere siempre proyectos que la orienten; y así, es posible pensar la
identidad cultural cuando me reconozco parte fundamental, imprescindible y
responsable de la efectivización de los proyectos desde el lugar donde realice
mi obrar: educación, política, administración, etc.
Si bien,
como dice Adorno, no hay valor para pensar el todo,
porque se duda en poder transformarlo, se trata de seguir intentando. El primer
camino será el reencontrar el sentido de la experiencia de pertenecer a una
comunidad sabiendo que los sistemas de exclusión son tan fuertes
que han llegado a erosionar las bases mismas de la cultura (la cooperación
intersubjetiva parece funcionar de maravillas cuando se trata de luchar contra
los peligros de la naturaleza o de los ataques de otros grupos desestabilizadores y menos
desinhibidos, pero esto más como instinto de supervivencia que como cuidado
moral o autocrítica social).
Se trata
de reconfigurar la realidad. De hecho, hoy, se oyen voces que claman seguridad, respeto, orden que quieren ser
tolerantes sin verse maltratadas. Estos son vestigios inconfundibles de una
identidad que no quiera verse asfixiada y que quiere superar la desagradable
idea de que el otro, por ser otro, sea el enemigo.
Se trata
de reinstalar la confianza, la esperanza, la utopía de una vida mejor.
La
ideología tecnocrática sólo busca alimentarse a costa de cualquier sacrificio
humano. Ya varias décadas atrás, se había visualizado el inminente peligro de
la tecnocratización de la vida. Lo que ayer era inminente, hoy es real, está
vigente y, si bien han surgido grupos contestatarios que privilegian la vida
por sobre los adelantos tecnocráticos, esto es aún insuficiente desde una
perspectiva humanitaria y ecológica.
Falta el
replanteo radical, drástico, del rol del hombre en una sociedad que ofrezca no
sólo oportunidades -cada vez menores- de empleo y -cada vez mayores- de
consumo. Mientras falte la estabilidad política, económica, educativa y/o
laboral; mientras no existan leyes que amparen, protejan y
orienten a todos los individuos por igual sin privilegios y sin encubrimientos;
mientras que la vida se vea amenazada, no se podrá saber con claridad de qué
hablamos cuando decimos que hablamos de identidad cultural.
Si la
ideología deforma y la utopía está en retirada, se trata de alcanzar la
convicción, desde uno mismo, de que las soluciones de los problemas son posibles sin soluciones
irracionales o teñidas de odio, sino respetuosas de la vida por sobre todas las
cosas, ya que no hay identidad donde no hay vida, y la nuestra corre cada vez
más serios peligros.
Gaston Amor
Diego Garcia
Actividad:
Contesta en tu cuaderno las siguientes preguntas de
desarrollo.
- Explica
en qué consiste la “tensión” ética a la que se someten los individuos de
una sociedad, a partir de la identidad cultural.
- ¿Por
qué se señala en el texto que la utopía y la ideología son acusadas de
agitadoras? Describe esos dos fenómenos, señalando los elementos
convergentes y divergentes.
- ¿Cómo
describe el autor la sociedad actual, en relación a la identidad cultural?
- Sintetiza
con tus propias palabras los supuestos de la identidad postmoderna.
- Contrasta
los valores de las generaciones existencialista, alienada y postmoderna.
- Explica
la contradicción actual entre incomunicación y auge de los medios de
comunicación.
- Describe
la propuesta de los autores para solucionar la crisis de identidad
cultural de la actualidad.
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